El mundo se vistió de luto los días 6 y 9 de agosto, que marcaron los setenta años desde que ocurrieron las explosiones atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Así culminó el proceso iniciado por Estados Unidos con el proyecto Manhattan, en 1942, que desembocó en el ensayo realizado en Alamogordo, Nuevo México, el 16 de julio de 1945.
El científico y humanista Robert Oppenheimer, director del Laboratorio de Los Álamos, al observar aquella horripilante primera explosión atómica, evocó un texto místico oriental: "El resplandor de mil soles… como la muerte, destructor de mundos". Mil soles descendieron sobre Hiroshima y, tres días después, sobre Nagasaki. La contabilidad de los muertos y heridos aún hoy golpea la conciencia de la humanidad.
Basados en informes confidenciales sobre experimentos para desarrollar nuevos y revolucionarios armamentos en Alemania, en 1939 el físico húngaro Leo Szilard, asilado en Estados Unidos, y su colega y también refugiado Albert Einstein dirigieron una misiva alertando al presidente Franklin Roosevelt sobre lo que se gestaba en los laboratorios del Tercer Reich de Hitler. Esta información resultó en el establecimiento del Proyecto Manhattan en 1942, al que siguieron los citados experimentos en Alamogordo.
Ante la inminente derrota de Hitler, las acciones aéreas anglo-norteamericanas en Japón se intensificaron a partir de 1944 hasta culminar, en marzo de 1945, con un devastador ataque contra Tokio.
El historiador Murray Sayle dijo que esta acometida "fue el mayor desastre en los anales bélicos y resultó con mayores daños que en Hiroshima y Nagasaki juntos".
Japón, sin embargo, a pesar del bloqueo naval, permanecía impasible y planeaba una autoinmolación nacional en caso de perder la guerra. Ante este panorama, Harry Truman también analizó los costos de una invasión y consideró que la hora había llegado para lanzar las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.
El balance estratégico dio la razón a Truman. Constituyó, asimismo, un mensaje directo a Stalin, quien ya planeaba adueñarse de unas islas japonesas. El sagaz georgiano entendió. Y creo que el mundo adolorido también.
Con el paso del tiempo la humanidad ha cobrado conciencia sobre las armas atómicas y nucleares como expresión funesta de la guerra total. La bomba ha venido a representar así la capacidad de nuestra civilización para autodestruirse. Y quizás tememos que las instituciones sociales y políticas resulten inadecuadas para rescatarnos del abismo.